martes, 16 de enero de 2007

Talá bosques y sembrarás desastre.

Algo está pasando. Ocurre que los sectores más vulnerables de la sociedad ocupan sitios cada vez más proclives a ser los más afectados en el momento de una posible crecida. Cierta vez en el Chaco un sociólogo me respondió con dramática ironía y dolor: "Los inundados siempre van a ser inundados, pues se asientan en las tierras más baratas y las tierras más baratas pertenecen literalmente al lecho del río".

Quizás suene extemporáneo en este momento en que la crisis se desata, en medio de los esfuerzos colosales para salvar lo poco que queda, en el fragor de una batalla desigual contra el agua, en el corazón de la desesperación por acercar ayuda a quienes siempre más la necesitan, en esa circunstancia -insisto- quizás resulte desmesurado hablar de las causas de tamaño desastre que se abatió sobre Tucumán.
Los políticos siempre eligen adjudicar las culpas a lo inevitable: en tiempos de Platón sería algún dios y en tiempos más contemporáneos la lluvia inusitada. Pero no sólo es poco científico como método, es además cobarde y, por sobre todo, abre las puertas para que la catástrofe se repita una y otra vez y, siempre, agravada.
Dicen los estudiosos (entre ellos, el memorable Jorge Hardoy) que los llamados desastres naturales no son tales. Es decir, no son apenas una calamidad climática. Son, en verdad, una acción del clima sobre una sociedad que revela una vulnerabilidad que hace posible ese desastre. Siempre hubo lluvias torrenciales en el norte argentino. Algunas más duras, otras más aceptables. Siempre hubo crecidas inesperadas en el norte argentino, en esos riachos de invierno que corren apenas con un hilito de agua, que mantienen ese delgado caudal en los primeros calores (las playas se pueblan), y que con la primera lluvia en la montaña, de un momento a otro, desaparecen playa, orilla y, muchas veces, bastante más que eso. Todos cuantos han ido desde la metrópolis porteña a veranear a Córdoba o Tucumán se han sorprendido alguna vez con carteles de prohibición de baño o de alerta por crecidas al costado de un arroyito que parece incapaz de provocar una tragedia. Pero cuando viene la crecida, la tragedia se produce.
Esa es la dinámica de ese sistema de las sierras del norte argentino. Desde siempre. Pero algo está pasando.
Primero, está pasando que los sectores más vulnerables de la sociedad ocupan sitios cada vez más proclives a ser los más afectados en el momento de una posible crecida. Cierta vez en el Chaco -donde las inundaciones son la contracara de la sequía eterna- un sociólogo me respondió con dramática ironía y dolor: "Los inundados siempre van a ser inundados, pues se asientan en las tierras más baratas y las tierras más baratas pertenecen literalmente al lecho del río". Claro, es que durante la seca el río ahí no parece estar, pero cuando el agua llega, el río allí está.
Por eso se explica que cuando llega el temporal, cuando llega la inundación los evacuados son siempre los mismos: los pobres. Recordemos: un desastre natural es una calamidad del clima sobre una sociedad vulnerable.
Segundo, el cambio climático. Ya es hora de que el mundo acepte que no es una entelequia y ni siquiera una amenaza a futuro. El cambio climático ya está. El futuro ya llegó, decían Los Redondos, y nosotros todavía en bata y con ruleros. Dicen los expertos que una de las consecuencias más visibles del cambio climático es la aparición de fenómenos extremos o la agudización de los ya existentes. Dicho en castellano antiguo: los calores serán más calurosos, los fríos más fríos, las sequías más secas y las inundaciones con mucha más agua. El cambio climático no es algo que va a llegar de pronto. Es un proceso y, como todo proceso, va avanzando en sus consecuencias.
Tercero, y aquí sí entran nuestros inefables políticos. Los bosques que ya no están son indudablemente una causa a considerar. El año pasado casi desaparece Tartagal en Salta por un fenómeno similar. Una gran crecida y casas que se van, orillas que se desmoronan, calles que se las traga la tierra, poblados enteros que desaparecen bajo el agua que baja como un torrente imparable desde allá arriba.
Los expertos dijeron: la deforestación. El bosque tiene, entre varios otros factores positivos, la capacidad de absorber agua por sí mismo y de mantener la permeabilidad de los suelos. Los campos que tuvieron bosques en su superficie es como si se pavimentaran, como si el agua corriera sin más chances que desaguar en algún río que encuentre. Y crecer los caudales, y los torrentes son infinitos, brutales.
La última mitad del año pasado los diputados la pasaron discutiendo si aprobaban o no la ley de bosques en el Congreso de la Nación. Esa ley no sólo disponía una moratoria para los desmontes (desaparecen cerca de 250.000 hectáreas al año), sino que imponía un ordenamiento territorial a futuro para proteger los bosques nativos que han sobrevivido a la topadora de la soja.
Patéticamente, los diputados que más presión ejercieron para que jamás se tratara el proyecto (aprobado en general, pero sin aprobación en particular) fueron los procedentes de las provincias con más bosques en proceso de desaparición. Los diputados de las provincias del Norte bloquearon la ley. Habrá que ver si sus representados, los ciudadanos que se inmolan cada vez que llueve o que ven cómo la soja se lleva lo poco que les quedaba para vivir, se lo reclaman.
O quizás, en sus conciencias (en las de los políticos, claro) algo ocurra cuando observen por televisión las dramáticas imágenes de los tucumanos salvando como pueden sus pocas cosas, entre ellas, sus vidas.
Mientras, los grandes medios de comunicación nos informan de la gran noticia de la década: la superficie sembrada de soja llegó al récord de casi 17 millones de hectáreas. La otra cara de la moneda: sobre cada nueva hectárea de soja, antes había un bosque.

por Sergio Federovisky

elsigloweb.com

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